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— 130 — nado con el fulgor de la gloria, orando en el templo católico, y á las puertas de él, el rey dispuesto á defender con su espada la san- tidad de ese templo y la religión de ese pue- blo. He ahí la perfección re'igiosa y mora! á donde tienen obligación de llegar los Pode- res públicos. D.—No es la primera vez que oigo la ex- plicación que acaba V. de darme; pero con- fieso á V. que siempre me ha causado extra- ñeza. ¿No es el bien material el fin de la so- ciedad civil, y el espiritual el fin de la Igle- sia? ¿Por qué, pues, se le obliga al Jefe del Estado á actuar de Pontífice, digámoslo así, dogmatizando sobre la verdad ó falsedad de las religiones, prohibiendo los cultos no ca- tólicos y protegiendo á los que practican el que enseña el Catolicismo? Además, si á esa porción de ciudadanos disidentes les dice su . conciencia que la religión que profesan es la verdadera ¿quién tiene derecho á prohibirles ese conjunto de acciones externas, que, por hallarse conformes con el dictamen de la conciencia, que es la regla próxima de las operaciones humanas, son buenas delante de Dios? He aquí dos objecciones á las cuales desearía diese V. solución. M.—Esas objeciones que acaba V. de for- .mular parecen razones graves á ciertos oOra- dores y escritores modernos que las invocan con frecuencia para pedir d justificar la iber- tad civil de conciencia. Vea V., sin embargo, con qué facilidad se desvanecen. Ese protestante que levanta una capilla pú- blica y predica desde alií contra la Iglesia Ro- | |

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