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— 101 — justas, un mensajero por donde se trasmiten sus Órdenes á la tierra? ¿No es ella la que, por medio de esa idea lanzada de repente sobre una sociedad envilecida, fué amorti- guando poco á poco los resplandores de la autoridad del soberano, para que no apare- ciese ante el pueblo como un dios, y desco- rrió el velo que ocultaba la majestad y no- bleza del vasallo para que no apareciese ante el soberano como un hijo de Dios? En los diez y nueve siglos que la Iglesia Ca- tólica lleva de existencia sobre la tierra, vigi- lando atentamente el camino que recorre el pueblo con su rey ¿qué palabra ha salido de sus labios que consagre ó apruebe la tiranía del primero, y condene la santa libertad del segundo? En el mundo antiguo el súbdito, aunque no fuese esclavo, desaparecía absorbido por el Estado, y el Estado era un hombre que se llamaba Diocleciano, Calígula ó Nerón. Allí no había pueblo en el sentido cristiano de esta palabra; sino una masa de gente que se movía en torno de un tirano, como se mue- ven las olas en torno de un peñasco gigante sin conciencia alguna de sus movimientos. Andaban ó se paraban, callaban ó hablaban, trabajaban en los campos, en los baños ó en la plaza pública, iban al circo, á campaña 6 á la muerte, obedeciendo como viles instru- mentos, como ruedas de máquinas á la más mínima señal del déspota que, oculto entre los resplandores de su autoridad mayestática, emitía desde allí sus órdenes, como un dios E El ys É b A A a A A Vo

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