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a 08, sud Cote Pavée, para dar comienzo a sus conquistas. A instancias suyas, la Compañía del Canal del Mediodía le cedió uno de sus hangars, situado cerca del embar- cadero, y allí improvisó en pocos días una iglesia donde pudieran reunirse las pobres gentes de aquel le decían las buenas mujeres, barrio.—«Pero, Padre —este lugar no es decente para una capilla; está lleno de escombros y telas de araña.—No importa— replicaba el Religioso, —ya tenéis vosotras escobas y me ayudaréis a limpiarlo. Aquí pondremos el altar, yo traeré el púlpito y si cuando vuelva, dentro de dos días, lo encuentro todo limpio, celebraré la Santa Misa.» En efecto, allí celebró la Misa, predicó desde una cuba adornada lo mejor que se pudo con un paño, y continuó presidiendo todos los Domingos, y aun algunas veces entre semana, aquellas reuniones populares, llenas de apostólica sencillez y espíritu evangélico. Los agentes de policía, que a fin de guardar el orden en aquella iglesia improvisada asistían todos los días de reunión, eran tan amables y extremaban tanto la vigilancia que cierto día detuvieron a dos individuos que aprovechándose de la gran aglomera- ción de gente, intentaron perturbar el silencioso reco- gimiento de la Asamblea. Llegó a oídos del Padre lo sucedido y no cesó de trabajar hasta que hubo conse- guido que los pusieran en libertad al día siguiente. Para evitar tan desagradables sucesos en lo futuro, instituyó por sí mismo una especie de policía secreta, que cuidase de la conservación del orden durante los actos religiosos. Aunque parezca extraño, esta policía
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