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sus inconvenientes, pero quien conoció al P. María- Antonio habrá de confesar que además de haber hecho su palabra más viva, más flexible y más apro- piada a las múltiples y variadas exigencias de los audi- torios a que se dirigía, le permitió extender el campo de su Apostolado por un horizonte sin límites, estando siempre dispuesto a predicar, como lo está un soldado a combatir. Gracias a este método que adoptó desde el Novi- ciado, no le volvió a repetir ya el accidente de Mar sella, del que supo aprovecharse como un Santo, agradeciendo al Señor la humillación que le hizo pade- cer y reflexionando sobre sí mismo, para imponerse una regla de conducta. Recordaba todas las humillaciones de su vida, y no podía menos de notar que cada una de ellas le había servido de preparación para recibir más dignamente las gracias extraordinarias que el Señor le iba conce- diendo. La que sufrió en L'Esquile precedió a su sacerdocio, la de San Gaudencio confirmó su vocación religiosa; ésta que padecía en el Noviciado ¿no se vería también premiada con alguna gracia extraordi- naria? Sí; él la pide y espera alcanzarla. Fué la gracia del Apostolado, gracia tan completa, que con dificultad habrá un hombre a quien se le haya concedido en tanta abundancia. Llegó por fin el día de su profesión, y el fervoroso novicio nos dejó estampados en su cuaderno de apun- tes las aspiraciones y sentimientos de su extraordi- nario espíritu: —« Jesús, Señor mío, esta mañana me habéis preguntado en el Santo Sacrificio de la Misa, si quería ser crucificado por Vos y os he respondido:—

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