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> aquellas montañas se encontraba de novicio en el con- vento de Capuchinos, fueron a ofrecerse al Superior, para cantar las mejores piezas de su repertorio, Accedió gustoso el P. Guardián, fijando el día de Todos los Santos para la solemnidad. Con este motivo hizo muchas invitaciones y anunció que un Padre nuevo de la Comunidad predicaría un grandilocuente y magnífico sermón. Este nuevo Padre era yo. Me llamó, pues, y me dijo: —Prepare un buen sermón para el día de Todos los Santos.—De ordinario me contento —le respondí,—con meditar bien la materia que he de predicar y escribir algunas notas que desarrollo en el púlpito.—No, no es eso lo que yo quiero; ne- cesito un buen sermón. Por lo tanto es necesario que lo escriba y lo aprenda bien de memoria, palabra por palabra. »No tuve más remedio que obedecer. Hice, pues, mi sermón y habiéndolo encontrado, según él dijo, muy perfecto, lo aprendí a la letra. Mas he aquí que llega: do el momento, subo al púlpito y... eclipse total. Tan imposible me era el declamarlo que ni aun podía leerlo. Así es que no tuve más remedio, para salir de aquel apuro, que resignarme a exponer el único pen- samiento que entonces me ocurrió, » Hermanos míos, exclamé, ya que a pesar de mi buena voluntad me es imposible alabar a los Santos como se merecen, pueda al menos empezar a imitar- los con esta humillación que el Señor me envía. Rogad por mí, para que sepa aprovecharme de ella.» Estas palabras hirieron el corazón de mi auditorio mejor de lo que pudiera hacerlo el sermón más elo: cuente, descendiendo la gracia del Señor tan abun-
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