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ES jovencitos. —Cuando yo era novicio como vosotros, pensaba para mí:—Tú quieres almas ¿verdad?... pero antes es preciso ganarlas. Antes de recoger es pre- ciso sembrar.» Y con este pensamiento, en todas y cada una de mis acciones proponíame como fin la conversión y salvación de las almas, pidiéndoselas con fervor al Señor.» «Si me hacían llenar un carro de tierra, a cada paletada que echaba repetía: «Señor, dadme un alma... otra... otra.» Si me mandaban recoger ramitas de árbol por la huerta, a cada una que levantaba del suelo decía: «Señor, otra alma.» Si arrancaba hierbas, excla- maba: «Dios mío, dadme un alma por cada una.» Dios, que escuchaba con placer las súplicas de su corazón de Apóstol, permitióle ejercer en derredor suyo, aun en el mismo noviciado, la santa misión del Apostolado. Había entre sus connovicios un venerable sacerdote, cuya vocación sufría terribles asaltos del infierno. Por tres veces preparó ya su maleta y pidió la sotana. Su joven compañero en el sacerdocio se acercaba á él con frecuencia para animarle y sostener su debili: dad, ayudándole a encomendarse a Dios y cubriéndole con su manto le obligaba a hacer juntos el Vía-Cru- cis. Por fin pudo hacer su profesión, llegando a ser más tarde guardián del P. María-Antonio, en Tolosa. Mas he aquí que una ocasión inesperada va a per- mitir al joven Apóstol ejercitar su celo y amor por las almas, mucho antes de lo que pensaba. El hecho lo refiere él mismo. «Hallándose en Marsella un grupo de orfeonistas del Pirineo y habiendo sabido que un coadjutor de

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