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— 65— a cuarenta pasos de los rusos. Espero me contestarás a vuelta de correo, pues tu silencio produce honda he- rida en mi corazón, que tanto te ha amado siempre.» ¿Quién podrá decir el dolor que producirían estas palabras en aquel corazón tan sensible? Eran un adiós conmovedor, una recomendación dirigida a la última hora de su vida por el bravo soldado que se encon- traba en las puertas de la eternidad. ¡Ah! El martirio de su familia era su propio martirio. Un sacerdote amigo suyo vino a agravar más la situación. «Ayer estuve en tu casa. Aquello parece un sepulcro. Da compasión ver cómo está tu padre desde que te has marchado, no hace sino llorar, llamando a la muerte para que se lo lleve de este mundo, y pue- des estar seguro que por poco que dure la situación será bien pronto oído. Tu madre y hermanas, doble- mente afligidas, no saben lo que hacer. Ya conoces mi carácter frío, incapaz de exagerar lo más mínimo. Sin embargo, te digo que no quisiera por nada de este mundo falsear tu vocación, aunque si te he de hablar con ingenuidad, nunca he creído en ella.» ¿Quién duda que este conjunto de impresiones debieron desgarrar el sensible y tierno corazón del fervoroso sacerdote? Pero el recuerdo de Jesús, cayendo al suelo en el camino del calvario y volviendo a levantarse para subir hasta la cima, le infundía un vigor invencible. Tomó la pluma y escribió a su amigo una carta admirable para rebatir una serie de obje- ciones que éste, no guiándose sino por los sentimien- tos de la carne, había creído oportuno exponerle. Dicha carta, que es un verdadero tratado sobre la vocación teórica y práctica, termina con estas pala- 5.—P. MARÍA - ANTONIO

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