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O vida. El accidente es de los más vulgares en apa- riencia. Un ambulante italiano recorrió varios días la ciudad vendiendo imágenes de yeso. Ocurriósele a cierta señora comprar una para regalarla al señor Clergue, y habiendo marchado en busca del italiano, se encontró con que no le quedaba ya por vender más que la última; un precioso San Antonio de Padua, y aunque hubiera deseado encontrar una de la Virgen, la compró e hizo donación de ella a nuestro sacerdote, quien más tarde escribía refiriéndose a este suceso: «Sin conocer bien al Santo, le di en mi cuarto un lugar preferente y allí trabajó con María en la gran obra de mi vocación.» María fué, sin embargo, la que intervino de un modo especial en este asunto. Levántase cerca de San Gaudencio una colina de escarpadas rocas y bosques sombríos, por cuyas verdes laderas serpentea un camino adornado con las estaciones del Vía-Crucis, la última de las cuales termina en Bout-du-Puy, nombre que en el dialecto del país significa «cima del monte». Allí, sobre la hermosa esplanada tapizada de césped y en frente de las tres cruces de la última Estación, se levanta un elegante santuario, que la familia de Compans, incansable en su generosidad, había hecho restaurar aquellos últimos años. Bajo sus bóvedas de gracioso estilo gótico, una hermosa imagen de Nues- tra Sra. de los Dolores, teniendo en sus brazos el cuerpo exánime de su Hijo, consuela a los peregrinos, que van a depositar a sus plantas los amargos sinsa- bores de la vida. El alma de nuestro sacerdote, sensible a los átrac- tivos de la naturaleza, se dilataba libremente en aque-

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