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BE — oculto en el recodo de un camino, me precipitó contra un muro, en el cual, según todas las probabilidades, debía haberme estrellado la cabeza. Pero gracias a la Sma. Virgen, a quien invoqué en aquel instante, me pude ver libre de semejante desgracia, a cambio de la fractura del brazo izquierdo, que ha sido siempre mi manípulo de dolor, sobre todo después de la primera operación que en él me hicieron. No obstante me alegré y me he alegrado siempre de ello, pues al mismo tiempo que me proporcionaba el mérito de la paciencia y de una alegre conformidad con la volun- tad de Dios, no me ha impedido nunca el cumpli- miento exacto de todas las funciones de mi ministerio, »Esta caída me dió mucho que pensar. Comprendí que si Dios me había preservado del gran peligro en que estuve, era para que me entregara más com- pletamente a su voluntad. Mi vocación puede decirse que data de entonces.» El hecho es en verdad sorprendente y los designios de la Providencia manifiestos, si se tiene en cuenta que muy cerca del muro, contra el cual vino a chocar el fogoso jinete, descansaba en su tumba el P, Am- brosio Lombez, el Capuchino más célebre del medio- día de Francia, antes de la Revolución, que parece quiso de este modo elegirse un sucesor y un émulo repitiendo la famosa caída de San Pablo. Pero lo que podemos denominar el llamamiento definitivo, la tercera señal precursora de su vocación religiosa, es el encuentro que tuvo el joven Coadjutor con el simpático franciscano, cuyo nombre le había de ser impuesto más tarde, y cuyas glorias con tanto ardor había de cantar durante los últimos años de su

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