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—_ Y — allí, no era la que él soñaba, como veremos más tarde, «Héme aquí, bajo los muros de Sebastopol,—le vuelve a escribir el 12 de octubre de 1854, cia del enemigo, desde hace diez días, oyendo sin cesar, día y noche, el estallido del cañón. Mañana en presen- será la cosa más seria, pues vamos a empezar el bombardeo en toda regla. No sé si, después del sitio, tendré la dicha de comunicarte más noticias...» Volvamos la vista a nuestro biografiado. Cuando el heroico sacerdote llegó a Soueich, encontró al Pá- rroco en cama, gastado de tanto trabajar y extenuado de fatiga. «En todas las casas—contaba él después— había algún atacado; así es que, durante los quince días que permanecí en el pueblo, no hice otra cosa que correr sin descanso del lecho de los moribundos al confesonario, de aquí al cementerio, sin que apenas me quedase libre el tiempo necesario para comer, dormir y celebrar el santo sacrificio de la Misa. Día y noche no se oía otra cosa que los gritos y lamentos de los pacientes, los lastimosos quejidos de los mori- bundos, el fatídico andar del sepulturero y el triste golpear de la campana, que con su acompasado y me- lancólico sonido anunciaba a los vivos que una nueva víctima había caído, segada por la inexorable guadaña de la muerte. Todo el vecindario estaba consternado... »Gracias a la Virgen, me vi libre del contagio, mis fuerzas no me abandonaron ni un solo momento y al ter- minarse los quince días, el cólera disminuía sus estra- gos; Párroco y pueblo resucitaban de nuevo a la vida. »Después, siendo ya Religioso, volví a evangelizar aquel pueblo, ¿Quién podrá expresar la alegría que sentimos todos al volvernos a ver?»

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