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el que estaban ya empotradas las elegantes columnas, desplegó todos los recursos de su elocuencia, abogó por la buena fe que había tenido en el hurto, e hizo comprender a su interlocutor, que una ornamentación de motivo religioso como aquélla, no podía menos de llamar la atención en un edificio profano. No se olvidó tampoco de traerle a la memoria repetidas veces el agradable efecto que produciría en el pueblo, al saber- se el desinterés del donante, enalteciendo al mismo tiempo el mérito que, sin gran sacrificio de su parte, podría adquirir delante de Dios, despojándose, en honor del Mártir, de algunas piedras talladas. En fin, tan bien y tan pronto supo defender su causa, que el propietario consintió en dejar las columnas donde se encontraban, volviendo al pueblo encantado del trato dulce y atractivo de nuestro sacerdote, a quien con- sideró desde aquel día como a uno de sus mejores amigos. Pero en una construcción se necesitaba algo más que piedras, y el intrépido Coadjutor se preguntaba dónde podría encontrar la madera necesaria. Precisa- mente aquellos mismos días un excelente católico, Mr, de Florán, había hecho traer un buen número de tablones y vigas, para un cobertizo que pensaba levantar en su propiedad, apartada unos cinco kiló- metros del pueblo. Admirado quedó el buen señor al ver llegar uno de los días muy de mañana al buen sacerdote, seguido de dos carros y algunos carpin- teros. «Mr. de Floran,—le dice el Coadjutor—he oído que tiene usted aquí madera de construcción, y cre- yendo me la cedería de buena voluntad para la capi- lla de San Gaudencio, he venido a buscarla.»

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