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había comprado para adorno de su casa varias colum- nillas de gran mérito, arrancadas del sarcófago de los antiguos Condes de Comminges. Abandonadas en uno de los patios de la casa, excitaron la codicia de nues- tro Coadjutor, quien apenas se fijó en ellas compren- dió el gran partido que podía sacar colocándolas en la capilla del Santo. Desgraciadamente el propietario se hallaba de viaje; pero esta dificultad no era de las que detenían en su camino al intrépido constructor, e interpretando con sencillez la voluntad del ausente, envió unas carretas para que sacaran las columnillas del patio en que se encontraban. Fácil es comprender la desagradable sorpresa que recibió el amo de la casa, cuando se dió cuenta de lo que había pasado. Llenóse de cólera, gritó, maldijo y habló de hacer intervenir a los tribunales, hasta que le fuera restituído lo que de hecho le pertenecía. El señor Clergue, a fin de evitar un escándalo, se mostró inclinado a entrar en negociaciones con él y marchó un día a visitar a su adversario, para invitarle a que fuese con él al lugar donde se encontraban las famosas columnas, causa del litigio, y una vez sobre el terre- no, determinar, de común acuerdo, el medio más a propósito de efectuar la restitución. Pero a la audacia de nuestro Apóstol acompañaba una finura de modales poco común, y sabía, cuando era necesario, ocultar en él al hombre del pueblo, rústico en apariencia, para mostrarse hombre fino, culto y diplomático. Durante la visita, mientras recorrían juntos los dos kilómetros que separan la Capilla de la ciudad, y sobre todo, cuando empezaron a divisar el edificio en

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