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E ingresar en la vida religiosa, pareciéndome que Dios quiso que este acontecimiento fuera como mi prepara- ción remota. En aquel solemne día me tocaba decir la misa primera, a la que asistían en masa todos los campesinos, y en la cual se les predicaba en su dia- lecto propio. Después del Evangelio subí al púlpito y todos se aglomeraron en derredor clavando en mí sus ojos ávidos de luz y de instrucción. »¡Ah, hermanos míos!, empecé con voz conmovida, ¡qué noticia he de daros hoy! ¡qué noticia tan triste y a la vez tan dolorosa! Los tiempos que atravesamos son bien críticos; sé que hay muchos pobres entre vosotros, y sin embargo me veo obligado a tenderos mi mano suplicante. Hay un pobre en esta Parroquia, que no vive en la ciudad, sino en el campo. Tiene mu- chos amigos, pero no se atreven a visitarle, porque la casa donde mora amenaza ruina, y cada vez que entran en ella temen no se desplome el techo sobre sus cabe- zas; el agua rezuma por las paredes y el suelo está lleno de charcos. Si le invitamos a que venga a vivir con nosotros en la ciudad, no querrá, porque ha nacido en el campo y allí quiere permanecer. Por otra parte si se aleja de nosotros estamos perdidos. Todos mis sencillos oyentes estaban pensando quién podía ser aquel desgraciado, sin que pudieran adivinarlo. Un silencio sepulcral reinaba en la Iglesia. Les dejé por algún tiempo en su ansiedad, y después, con un acento de dolor que desgarró sus almas, exclamé: Todos conocéis, hermanos míos, a ese pobre... es San Gau- dencio, el Pastor, Mártir de vuestros campos, aquel a quien debe esta ciudad su nombre y sus glorias. No, no se dirá jamás que le hemos sido ingratos: vosotros
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