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E Gs sofocar la llama de su amor al prójimo. Y así cuentan que, fiado tan sólo en el buen corazón de uno de sus amigos, solía ir de noche a cogerle algunos trozos de leña de unos rimeros que tenía en el huerto. Hubo de notar el amigo la disminución de la leña, y creyendo ser víctima de algún mal intencionado, púsose a espiar una noche. Al poco rato vió acercarse sigilosamente un bulto negro, no tardando en reconocer en él al santo Coadjutor. Lleno de asombro por lo que veía y picado de la curiosidad le dejó obrar. El buen sacerdote hizo su fajito y ya se disponía a salir, cuando el espía corrió hacia él, cogiéndole con el hurto en las manos y que- dando altamente edificado al ver cómo aquel varón de Dios era secretamente esclavo de los pobres. Todo le estaba permitido, pues amado y conocido por sus feli- greses se había hecho dueño de todos los corazones. Gracias a su incansable actividad iban remedián- dose las miserias y brotaba una nueva vida de entre las ruinas que hacinó la Revolución. La piedad se ex- tendía y arraigaba de un modo sorprendente, y hasta los pecadores más obstinados, sintiéndose incapaces de resistir al celo de nuestro Apóstol, se convertían al Señor. Todavía conservamos la narración hecha por él mismo de una de estas conversiones. «Qid cómo hice prisionero a un general, siendo yo simple soldado. Después de haber pasado su vida en los campamentos, mandando numerosos ejércitos, el general Pagot había obtenido su retiro. Pero ¡ay! lejos de dar ejemplo con sus prácticas religiosas y de servirse de su gran influencia en bien de las almas, vivía y hablaba como un impío.

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