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e preparándose, lo más dignamente posible, para subir las gradas del altar santo, conservando en su alma de fuego un fervor que llenaba de admiración a todos sus condiscípulos. Así es que al acercarse el momento sublime de su ordenación, después de resumir en pocas líneas las excelencias del sacerdocio cristiano, escribe estas palabras, que parecen anunciar ya su vocación franciscana y apostólica: «¿Diligis me? Esto es ¿amas a Dios en todo y sobre todo? Si el día de tu ordenación sacerdotal puedes responder con verdad, «Deus meus et omnia,» entonces serás digno de oir la voz de Jesucristo diciéndote: « Pasce agnos meos.» Yo te confío esas almas, que son el tesoro más preciado de mi corazón y que deben de ser para ti, como fueron para mí, de más valor que tu sangre y tu vida.» Sintiendo pues su espíritu tan fuertemente atraído hacia la unión íntima y perfecta con su Dios, escribía en una estampa, que hemos tenido la fortuna de encontrar entre las amarillentas hojas de uno de sus libros de devoción, estas palabras, reminiscencia de un episodio que se lee en la vida de Sta. Teresa. «Si tu fueras León de Jesús, El sería Jesús de León.» Era el sábado de las Témporas de septiembre, 21 de 1850, cuando en la Capilla del Seminario tuvo lugar el gran acontecimiento, mediante la imposición de las manos de Monseñor Mioland, Obispo auxiliar de su Emma. el Cardenal de Astros, y el siguiente día, festividad de Ntra. Sra. de los Dolores, el nuevo sacerdote celebraba su primera misa en Lavaur. «¡Qué día aquel! —exclamaba muchos años después el feliz privilegiado, transportándose en alas de su espíritu, a esta época ya lejana, —¡qué día aquel en

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