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Sa, > ¡A vencer algunas dificultades se les pudo señalar un local a propósito y hora conveniente para las reunio- nes. ¡Ah! ¡qué emociones tan intensas experimentó la abnegación de aquellos jóvenes desde el primer año de su apostolado! ¡Cómo se les abría el corazón a la alegría cuando aquellos hombres que llevaban impre- sas en el rostro las señales de la miseria y el aban- dono físico y moral, decían con voz conmovida: «Señor cura, haga el favor de buscarme un confesor, pues hace ya veinte, treinta años, que no me he confesado!» Al anochecer del Jueves Santo, llegó uno de los reclutas, todo extenuado y con el rostro descompuesto; —¿qué le pasa a usted?—le preguntó un seminarista: — Usted está enfermo.—«No, señor Cura; estoy algo cansado solamente, porque mire usted, voy a serle franco; hacía mucho tiempo que no pisaba la Iglesia, y he querido reparar esta falta, permaneciendo medio día entero, de rodillas, delante del monumento, para que todo el mundo me viese.» Había otro que no había hecho todavía la primera comunión. Se le empezó a preparar cuidadosamente, pero a pesar de sus promesas no volvió más. León Clergue se puso inmediatamente a la pista de la oveja descarriada. Fué al mercado y halló su lugar vacío. Preguntó por todas partes, y algunos compañeros le dijeron que el infeliz había sufrido un vómito de sangre, siendo necesario trasladarle al hospital. Allí voló a su cabecera y siguió preparándole hasta que en medio de un torrente de lágrimas pudo recibir la comunión que fué para él la primera y la última. Mediante estos actos de abnegación y de sublime apostolado, nuestro biografiado y futuro religioso iba

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