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— 36 — te destina para consolar a alguno que sufrirá lo que tú sufres.» «¡Ah! si es así—le respondí,—lo acepto con todo mi corazón y no quiero otra cosa sino sufrir toda- vía más.» »Esta prueba inmensa, esta desolación insondable, no podía terminar sino por una intervención mila- grosa de la Stma. Virgen, pues era imposible que la hubiera rogado en vano durante tanto tiempo. He aquí lo que ella me inspiró. Tenía yo en mi clase un discípulo angelical; le llamé una tarde y le dije:— Niño, te voy a pedir un favor muy grande: Mañana es el día de tu primera comunión. Prométeme decirle al buen Jesús, cuando entre en tu corazón: «¡Oh, Jesús mío, ten compasión de mi Profesor!...» Así lo hizo y en el mismo instante en que aquel niño bajaba las gradas del altar, terminó mi martirio, abriéndose el cielo ante mi alma. Caí de rodillas como impul- sado por una mano invisible, y después de derramar un torrente de lágrimas, me levanté lleno de una paz y de una alegría inefable que jamás he vuelto a perder, »Puedo asegurar que todo cuanto han escrito los grandes místicos sobre la noche obscura y el martirio del alma, lo he sentido y experimentado en la mía. Yo llamo a esto la gracia de las gracias, pues enton- ces comprendí el misterio que encierran y lo que significan en la vida cristiana el Calvario y la Resu- rreción. Desde entonces la Eucaristía me arrastraba con más violencia y no podía acercarme al taber- náculo sin que la presencia de Jesús se me hiciera como sensible, llenando todo mi ser. Creía oir a Jesucristo diciendo a mi corazón: «Ya eres hijo mío.»

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