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ca” hables jamás de tu persona, sino antes bien desea ser olvidado y despreciado.» La humildad era la virtud que más se recomendaba y así escribía en otra parte: «Mi pensamiento continuo ha de ser el considerarme como el último, como el que merece ser pisoteado por todos». Pero además de estas contradicciones que le venían de los hombres, tuvo también que sufrir pruebas terri- bles y misteriosas que le enviaba directamente el Señor, para ir preparándole a la lucha por las almas, «Contaba a la sazón veintidós años—prosigue él mismo,—cuando de repente se apoderó de mi alma una angustia profunda, indescriptible, precisamente en la época de mi vida en que con más ardor sentía la pasión y el deseo de vivir. Todo me hacía sufrir. La luz del cielo, las flores del campo, las alegrías, las fiestas, los encantos de la poesía, de la literatura, de la amistad, que tan gratos me habían sido hasta entonces, todo me martirizaba, y nadie podía comprender ni consolar mi triste situación. Yo mismo me era insoportable e incomprensible. No quería morir ni a mi inteligencia nia mi voluntad, y, sin embargo, estaba como en un torno, hallábame oprimido como bajo una prensa, de la que me era imposible escapar, sufriendo angustias de muerte. Solamente descansaba un poco mi atribu- lado espíritu cuando, rendida la cabeza de cansancio, venía el sueño a cerrar mis ojos durante la noche; pero ¡qué martirio el mío al despertar!... Las únicas palabras que en aquellos meses de tortura iluminaron algún tanto mis tinieblas fueron las siguientes: Vién- dome llorar cierto día uno de mis amigos, me dijo: «Dios quiere que pases por estas amarguras, porque
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