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serenidad, propia de la gloria que goza en el cielo, entre los justos y los sencillos de corazón. De su brazo pende el Santo Rosario, cuyos toscos granos tantas y tantas veces se deslizaron entre sus dedos, cuando, atravesando montes y valles, corría en busca de los pecadores, Sobre su ardiente pecho descansa el santo Crucifijo, consejero y confidente del gran siervo de Cristo, mientras las manos, piadosamente cruzadas, sostienen la Regla Seráfica, con tanta exactitud guar- dada por el fervoroso discípulo de S. Francisco, y la imponente disciplina de alambre, con la que tantas veces desgarró sus carnes. »Sobre el pardo sayal resalta, con majestuoso bri- llo, aquella estola sacerdotal tan conocida en todos los confesonarios de la región y de Francia entera, y su vista evoca a la memoria los muchos dolores que consoló, todas las miserias, todas las angustias y penas morales que con tanta abnegación y sacrificio supo curar o aliviar, En derredor de su legendaria fisonomía ciérnense mil anécdotas maravillosas, cu raciones milagrosas, prodigios obrados a impulsos de su compasivo corazón, flores que abren su capullo, medio yerto por las escarchas del invierno, al calor de la fervorosa bendición de su mano. » Y ahora, cuantos le han conocido y venerado, aquellos mismos que no se le habían acercado duran- te su vida, van a orar ante sus fríos despojos, tocan con respeto su hábito de monje y aplican a él toda clase de objetos, para conservarlos como preciosas reliquias, besando al mismo tiempo, con los ojos arra sados en lágrimas por la emoción que oprime sus pechos, aquella pobre tabla en que, por vez pi imera,
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