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— 375 — que estáis cansados de rezar?—exclamó el moribundo. —Yo no me he cansado nunca.» Su mirada se iba cristalizando por momentos. Su respiración se hacía cada vez más difícil. De pronto, rompiendo el silencio en que había estado sumido algunos momentos, nos dijo con voz grave y segura: «Sabed que voy derecho al cielo. Jamás escuchéis al demonio. Yo nunca le he escuchado. Por eso voy derecho al cielo,» y Tales fueron sus últimas palabras. Comenzó a oprimírsele el pecho, cesó la expectoración, aumen- tando el estertor, y a los pocos instantes, sin agonía ni esfuerzo, con toda naturalidad, salió de este mundo el alma del Santo Religioso, al mismo tiempo que el Padre, que le hacía la recomendación del alma, lle- gaba a las últimas oraciones, implorando para el agonizante la intercesión de los santos y elegidos del Señor. Eran las 5 de la mañana del viernes, 8 de febrero. ¡Qué muerte tan hermosa la del valeroso Apóstol! ¿Puédese soñar una muerte más dulce, más consola- dora, más digna de aquella vida, empleada toda ente ra en predicar la confianza y la alegría, en alabar y hacer que alabasen al Señor? Despertó la ciudad al contacto del primer rayo de la aurora, y su dolor fué inmenso al encontrarse huérfana del ciudadano más ilustre, del varón más bienhechor y popular que había conocido. La muerte del P. María-Antonio la dejó yerta, anonadada. No se oía por todas partes más que un sólo grito: ¡Ha muerto el Santo! ¡Ha muerto el Santo! y todos se dirigían hacia el Convento, formando un cortejo

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