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e AO Nada suponían para él, ni detuvieron un solo ins- tante la actividad sorprendente de su ministerio, unas ciáticas malignas que le hicieron sufrir no poco en diversas ocasiones y una hernia que le molestó durante largos años. No tenía tiempo para estar enfermo. Con- servó asimismo enteras sus facultades hasta el último momento de su vida. Su clara inteligencia, la tenaci- dad de su memoria, causaban admiración en cuantos le oían, y su viva imaginación, en vez de embotarse y verse debilitada por el peso de los años, como sucede de ordinario, parecía cada vez más fresca y brillante. Nada de temblor ni debilidad en sus miembros, su oído permanecía casi intacto y su vista tan fina y penetrante como siempre. Admirándose algunos de que no tuviese necesidad de anteojos, después de tanto trabajar durante las noches a la oscilante luz de una bujía, les contestó, con su sonrisa característica: «El Señor sabe muy bien que no hubiera tenido tiempo para ponérmelos.» No obstante, a pesar del ardor siempre juvenil de su grande alma y la intensa vivacidad de su mirada, los surcos que habían aparecido ya en su rostro, y el encorvamiento de su majestuosa talla, decían bien a las claras que la vejez iba minando aquella naturaleza de, hierro. Sus pómulos se amorataban durante el in- vierno, los ojos se le inyectaban ligeramente de san- gre y los pies se le hinchaban con relativa facilidad, siendo esta la causa de que el P. Guardián, a instan- cias de su confesor, que era un venerable sacerdote de nuestra Orden, le obligara a calzarse. Obedeció él en silencio, como siempre, y se puso unas burdas zapa- tillas de lana. Mas a pesar de lo pasajero de sus acci-

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