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34 1 movedora, y su dolor fué inmenso. Exaltada la imagi- nación de las gentes con lo que acababa de suceder, se exageraron los hechos, y bien pronto en las calles, en las fondas, en la explanada, hasta en la misma gruta, no se hablaba de otra cosa que del P. María- Antonio expulsado, suspendido, etc., etc. La emoción fué exteriorizándose de un modo alarmante a medida que se extendía la noticia, y no tardaron en aparecer entre la multitud señales precursoras de negra tem- pestad. El santo Religioso era tan popular entre los peregrinos, tan amado de todos y tan venerado de los camilleros y enfermeras de los hospitales, que no podía suceder otra cosa. Una palabra, una queja tan sólo del célebre y ya anciano Misionero, hubiera bas- tado para que estallase violenta la indignación del pueblo sin él pretenderlo. Por esto, habiendo previsto lo que iba a suceder, y comprendiendo que su presencia no serviría sino para exasperar y poner en mayor tensión los ánimos, des- apareció a los ojos de todos y permaneció un día entero oculto en su escondrijo ordinario. La exaltación y los rumores, en vez de calmarse, fueron, por el contrario, creciendo cada vez más, tanto que el Sr. Laurent, sacerdote encargado de las piscinas y compatriota del P, María-Antonio, temiendo las consecuencias que podría traer aquella sobreexcitación de las masas, se ereyó en la obligación de acudir al Palacio Episcopal, a fin de notificar a su Ilustrísima lo que sucedía. Mon- señor Schoepfer, que sentía hacia el Capuchino una gran veneración y un verdadero afecto, respondió: «Pero, ¿dónde está el Padre? Que venga en seguida.» Algunos momentos después, se encontraba el Padre

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