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363 algunas personas que habían ido a Lourdes con el fin de confesarse expresamente con él. Añadamos, por otra parte, que todos los capellanes del Hospital de la Salud, entre los cuales se encontraba el mismo P. María-Antonio, se creyeron autorizados a seguir confesando en el Hospilal de los siete Dolores, donde se hallaban los enfermos, hasta que una orden episcopal, posterior al hecho que narramos, les supri mió este poder. Mas, a pesar de todo, hubo alguno que, mirando con malos ojos al venerable Religioso ocupado en su abun- dante ministerio, fué a contárselo al Sr. Obispo, cuyo celo en reglamentar la administración del Sacramento de la Penitencia, a fin de evitar los abusos que de lo contrario pudieran originarse, no puede menos de ser alabado. Sucedió, pues, que aquella misma tarde, al visitar el Sr. Obispo a los enfermos del Hospital, se encontró en la puerta con el P. María-Antonio, seguido de unos cuantos penitentes. Le llama, se cruza entre los dos un diálogo corto, pero vivo. Encontrándose, como se encontraban, en un corredor, rodeados por todas partes de una multitud de curiosos que se iban aglomerando, las explicaciones no podían darse con libertad: no se entendían. Entonces, el Sr. Obispo, con un tono de seria reprensión, le dice: «Padre, le prohibo terminante mente el confesar: desde este momento le retiro mis licencias.» —«Monseñor,—le responde entonces el Reli: gioso, cayendo todo humillado y confundido a sus ples. Vos me retiráis las licencias de confesar: no me neguéis vuestra bendición.» Numerosos testigos presend laron escena tan con-
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