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o callejuela contigua, pensando siempre en mis queridos padres y con el corazón dolorosamente oprimido a causa de su ausencia, cuando me detuvo de repente una voz extraña. Este recuerdo lo tengo tan profun- damente grabado en mi corazón, que todavía me parece estar viendo el lugar mismo donde la oí, y podría seña- larlo sin temor a equivocarme. Era una voz que me decía: «Niño, aunque tus padres te aman mucho, no pueden pensar siempre en ti. Pero yo sí, yo me acuerdo siempre de ti. Dime, niño, ¿no me quieres amar?» Comprendí que esta voz, que de tal modo me hablaba, era la voz de Dios, y desde aquel momento me entre- gué por completo a su voluntad.» El amor de sus padres, que tan arraigado sentía en su alma, fué dominado desde entonces por el amor de Dios, pero sin que la intensidad y ternura de su afecto filial se alterara en lo más mínimo por este suceso. La gracia no hizo sino dirigir el ímpetu de aquella natu- raleza exuberante, y él siguió profesando a sus padres, mientras vivieron y aún después de muertos, un culto de exquisita ternura y piadosa veneración. Su recuerdo le acompañaba por todas partes, y en medio de la multitud de estampas y devotos cuadros con que adornaba su celda, aparecían en lugar prefe- rente dos pequeñas fotografías que besaba enternecido con frecuencia, humedeciéndolas con sus lágrimas. Encima de ellas se veían escritas por una mano tem- blorosa estas palabras: «Mi querido y santo padre». «Mi madre».
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