BCCPAM000R08-4-10000000000000

93 y Jl rechazaba, y no contento con darles la sopa, como en otro tiempo, les hospedaba y retenía consigo en el Convento, ofreciéndoles por habitación las celdas que ocupaban antes los Religiosos. Fácilmente se comprende el contento que experimentarían todos los vagabundos de la ciudad, seguros de pasar la noche bajo cubierto y calentar, sin más preocupación, su fallido estómago con la sopa del Capuchino. Allí acudían en tropel, dormían sobre un montón de paja esparcida en el suelo de la celda, y pasaban el día más solícitos en comer la fruta de la huerta que en trabajar para que llegara a sazón. Y aun ¡si se hubieran contentado con comer la fruta! ¡Cuántos objetos no desaparecieron del Convento, en aquellos días aciagos! Bien notaba el cariñoso padre de los pobres, que era víctima de sus extraños huéspedes, que le explotaban sin compasión; pero no había reme- dio. El P. María-Antonio era incorregible cuando se trataba de los pobres. «Es necesario perdonar sus miserias—solía decir; son hermanos nuestros, y ¿por qué no hemos de ser indulgentes con ellos, siéndolo Dios tanto con nos- otros? Además de que también entre ellos hay perlas escondidas bajo la herrumbre que les cubre.» En efecto, más de una vez había encontrado entre ellos alguna piedra preciosa, obscurecida por el barro, y había conseguido limpiarla devolviéndole su brillo. Este recuerdo le enternecía, le consolaba y daba paciencia para soportar todas las impertinencias y todas las ingratitudes, esperanzado con la idea de encontrar algún alma hermosa que, purificada, pudie- ra honrar a Jesucristo. 23. P. MARÍA - ANTONIO

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz