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— 345 — descifrando la mala escritura, exclama: «¡Ah! vamos: se recomienda una esposa... Bien, poco importa: una prueba o una esposa, es muchas veces lo mismo.» Ya hemos dicho que durante esta época de su vida, el Santo de Tolosa no predicaba sino de S. Antonio, dirigiendo todos sus sermones, cualquiera que fuese la festividad que se celebraba, a su Santo predilecto, pero con tal oportunidad y tino, que llamaba la aten- ción de cuantos tenian el consuelo de escucharle. Tal sucedió en Cahors. Invitóle el señor Obispo a que predicase en su Ca- tedral el día de la Epifanía, pero mandándole, por conocer ya el flaco del célebre Misionero, que predi- case de la festividad.—«S. Antonio no perderá nada en ello»—añadió el Obispo.—«¡Oh! ciertamente que no»—contestó el Padre sonriendo. Subió al púlpito, y empezó por dirigir un afectuoso y delicado cumplimiento a la primera autoridad de la Diócesis, que se hallaba presente. Habló después de la misión que acababa de- darse en la ciudad y del triunfo que había obtenido Jesucristo, al ser procla- mado por más de 30.000 hombres. «Hoy, no se conoce a Cristo—exclamó de repente.—El pueblo le ha olvi- dado, los grandes le desprecian y persiguen. Vedlo ahí, encerrado de nuevo en su pobre gruta, pequeño, impotente en apariencia... Pero esperad. El ha de reinar, El ha de atraer hacia sí todas las cosas, y para conseguirlo ha hecho brillar ya en el mundo, como el día de la Epifanía, una estrella radiante y luminosa, que manifieste y predique su gloria por todas partes... Esta estrella es S. Antonio de Padua.» Y sin salirse del misterio que celebraba la Iglesia,
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