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eader, pero llena en su interior de un pan blanco y nutritivo. «Facta est quasi navis instituris, de longe portans panem suum.» El corazón del Misionero, eminentemente francis- cano y profundamente piadoso, revivía ante aquellas honras tributadas a su querido santo. Su gran amor a los pobres le ilusionaba hasta el punto de ver resuelto el pavoroso problema social, gracias a las limosnas que la caridad de los fieles depositaba, con mano lar- ga, en los cepillos de las iglesias, y al pan blanco que en todas ellas se distribuía. ¡Con qué entusiasmo saludó la aparición de aquella navecilla, que veloz cortaba las aguas, empujada por el soplo de la Pro- videncia! Ésta, no obstante, necesitaba un auxiliar que reci- biera a la débil barquilla y distribuyera los bienes que traía, y escogió para este nuevo apostolado al Padre María-Antonio, a pesar de no parecer muy a propósito, a causa de su edad ya avanzada y del abatimiento en que se encontraba su cuerpo. No obstante, su celo no retrocedía ante los trabajos, por grandes que fuesen, y todavía predicaba y se sacrificaba más de lo que sus fuerzas permitían, razón por la cual los párrocos, temiendo no le hiciera traición su entusiasmo, no se atrevían a llamarle, como en otros tiempos. Pero Dios, que le había destinado a la acción y quería que en ella continuase hasta la muerte por amor a las almas, le deparó en esta última etapa de su vida una misión especial, la más envidiable y ambi cionada de su corazón. Le hizo Apóstol de San An- tonio. Era en 1892. Acababa de predicar en Niza una
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