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días. ¡Con qué ansias esperaba el momento de morir tranquilo en esta Casa, que edifiqué hace ya 50 años, y en la que no he hecho otra cosa que vivir con mis hermanos, haciendo bien a todos y partiendo mi pan con los pobres y necesitados!» Por aquel tiempo, escribía también a uno de sus amigos: «Aquí me tienes solo, en este mi pobre Con- vento. Las lágrimas no cesan de abrasar mis ya gas- tadas mejillas, al ver cómo lo han pisoteado con sus inmundos pies los enviados del demonio. Ya no se oyen los cantos, ni resuenan los himnos sagrados, ni la campana llama al recogimiento y la oración. Míra- me solitario entre estas paredes desnudas, entre estas celdas desiertas, cuyas puertas gimen avergonzadas, bajo el sello que en ellas puso el sacrílego usurpador. Estos sellos claman venganza sobre las cabezas de los perseguidores, pues nos dicen que la libertad ha muerto. Cada vez que los veo me parece oirles clamar: ¡Ay de la nación que permite se lleven a cabo tan monstruosas iniquidades! ¡Desdichada la nación que deja cerrar sus monasterios, de los cuales subía poten- te hacia el cielo la oración de las almas justas, donde los desgraciados hallaban consuelo y los pobres el pan de la caridad! Llora conmigo, venerable y que- rido compañero, llora conmigo los males que nos amenazan.» Al P. José María de Millau, que se hallaba pr isio- nero en una cárcel, le envía estas palabras de aliento: «¡Qué gloria! mi querido y envidiado hermano. Haber sido aherrojado en una cárcel por amar a Jesucristo. ¡Oh santas y gloriosas cadenas! ¡Qué felicidad tan grande la mía al pensar que muy pronto, tal vez, podré
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