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El intrépido luchador había logrado, por fin, que. darse, sólo con dos o tres Religiosos, en el gran Con- vento todo destrozado y casi inservible por los destrozos que en él se hicieron. Los demás se vieron obligados a refugiarse en la ciudad, en sus casas o en las de sus amigos. Una noche, suena de repente el grito de alarma. El fuego, alimentado por los sarmientos y leña seca amontonados en el lavadero, se había ceba- do en el ala del Convento que se levanta frente a la ciudad y avanzaba con intrepidez por el entresuelo, abrazando entre sus agitados y ardientes brazos los pisos superiores del edificio. Acudieron los bomberos con algunos destacamen- tos de soldados y a duras penas podían aislar el fuego para que las llamas no invadieran la iglesia y las otras dos alas del edificio. El P. Honorio tuvo que ser ]le- vado, medio asfixiado, a una de las casas vecinas. Fray Cipriano, exponiendo su vida por salvar las reliquias, recibió un golpe en la cabeza que le dejó el rostro todo ensangrentado. El P. María-Antonio, a pesar de su edad, se había apoderado desde el primer momento de una de las bombas y no la dejó descansar hasta el fin, siendo así que los soldados se veían obligados a relevarse cada cuarto de hora, a causa de la intensidad del calor, Pero viendo, después de mucho tiempo, que los esfuerzos humanos eran casi inútiles, y considerando que aquel incendio podía ser muy bien obra del demo- nio, dejó la bomba y marchó a arrojar su escapulario en una de las celdas que empezaba a arder. ¡( )h pro- digio! en aquel mismo momento, las llamas se detie- nen, y al día siguiente aparece sobre el suelo medio
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