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0 sobrecargado, siempre rebosaba armonía. Pero si amaba la literatura y se dedicaba a la lectura de los mejores clásicos, también se embebía en el estudio de libros piadosos. «A la edad de trece años—nos dice él] mismo,—sabía casi de memoria la Vida devota de San Francisco de Sales, el Combate espiritual, y analizaba con detención la Ciudad de Dios de San Agustín. A pesar de sus pocos años, todos los condiscípulos sentían hacia él una especie de veneración, y cuando hablaban de León Clergue, León Fabre y de Monbet, solían decir aludiendo al angelical San Luis: «Son los tres Gonzagas del Seminario.» ¿Tomaban ellos en serio este apodo que se les daba? No lo sabemos; pero el siguiente rasgo, admirable en medio de la sencillez que refleja, demuestra al menos el fervoroso espíritu que les animaba y lo sobreabun dante de su confianza en el poder divino. El hecho sucedió durante uno de los paseos que acostumbraban a dar juntos por las orillas del Garona. La conversa- ción, llena de interés para los tres jóvenes, fluía insen- siblemente, tratando de la vida y admirables proezas de los santos. «Si tuviéramos fe- decían, —podríamos caminar, como ellos, sobre las aguas. Y ¿por qué no la hemos de tener? Tengámosla». Si la sugestión pudiera obrar milagros, debiera haber obrado uno aque! día, pues nuestros piadosos y sencillos jóvenes, teniendo por descontado el éxito, empezaron a caminar sobre el Garona. Pero ¡ay! las aguas, sin reparar en ellos, siguieron deslizándose fúidas y tranquilas como siempre, y los tres atrevidos se hundieron hasta la rodilla. Como ignoraban que Dios no hace milagros sin necesidad, hubieron de

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