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nombre de todos mis hermanos. Protesto en nombre de Francia y de Tolosa. Protesto en nombre de todos nuestros bienhechores, que nos han sostenido con su caridad. Protesto en nombre de todos los pobres que ahí mismo, en ese lugar donde os encontráis, han reci. bido, todos los días, el alimento y el pan que el Gobierno les debía dar y no les daba. Protesto en nombre de los huérfanos abandonados y de las pobres viudas que aquí han venido a llorar cada día en busca de consuelo. Mirad bien si podéis ultrajar a la vez a tantos corazones. Protesto, por último, y con lágrimas en mis ojos, en nombre de vuestras almas. ¡Pobres almas! Por un vil interés, las sacrificáis a Satanás, habiendo costado la sangre de todo un Dios. ¡Tened piedad de vuestra alma, señor Comisario, tened piedad de vuestra alma!...>» Tal vez el señor Comisario temiera la pérdida de su alma, pero temía mucho más, sin duda, la pérdida de su empleo. Procedió, pues, a la brutal ejecución, rom- piendo las puertas y arrancando de sus celdas a los pobres religiosos, que habían jurado ante el Señor hacer de ellas el único refugio de su vida. Pero el P. María-Antonio, que también había pro- metido al pie del altar combatir «hasta las cárceles, hasta el martirio, hasta derramar la última gota de sangre» no estaba todavía vencido. A los pocos días de este nefando suceso, escribió su obra «Le Livre d'or des Proscrits», que por lo irrebatible de su lógica y el ridículo en que puso a los enemigos de la Iglesia, hubiera podido titularse muy bien «Los infames en la picota». Cada una de sus páginas es un grito de guerra. «Ha llegado la hora—exclama;—el gran combate

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