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— 307 — tiene dos religiosas desoladas y sin consuelo alguno sobre la tierra. Nuestro anciano padre se está murien- do en Castelnaudary; acabamos de instarle a que se confiese y, como siempre, nos lo ha negado. Padre, el Señor nos ha hecho pensar en usted. Por favor, marche pronto; tome el tren de Carcasona. Las exhor- taciones de usted le convencerán, y habrá salvado el alma de nuestro padre.» Abundantes sollozos y lágri- mas acompañaron a estas palabras de las dos her- manas. »Mis buenas hermanitas—les dije—lo siento muy de veras, pero me es de todo punto imposible marchar a donde está su padre. Yo rogaré por él, y, acabada la Misión, volaré a su lado si, por ventura, no se ha con- fesado, para entonces, con otro. No temáis, mis buenas hermanas, es imposible se pierda el padre de dos Re- ligiosas. >»Confiadas en mi palabra se tranquilizaron algún tanto y marcharon a postrarse de hinojos a los pies de María, refugio de pecadores y consoladora de los corazones afligidos, para implorar la conversión de su querido padre. »A las dos en punto estaba yo en el andén de la estación. Pregunto por el tren de Bayona, subo, emprende su vertiginosa carrera, y media hora des- pués, ¡oh sorpresa! me fijo en que voy camino de Car- casona, acercándome al infeliz pecador. Vi con eviden- cia el dedo de Dios en lo que me sucedía y llegué a donde estaba el enfermo. Le abracé, como se abraza a un amigo, le hice algunas reflexiones y al poco rato era una conquista más de la gracia. Se confesó con señales extraordinarias de arrepentimiento; le dejé
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