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— 306 — duda alguna el P. María-Antonio había leído en sus corazones la secreta tentación, que comenzaba ya a molestarles, instigándoles a marcharse de la iglesia, antes que les llegara el turno de confesarse, A otros, predecía lo futuro. En Lourdes, a una penitente, feliz de poder confesarse con él, le hizo esta revelación: «Su alma de usted será purificada por el dolor; Dios la unirá a su cruz, pero no tema. El le dará fuerzas para llevarla. Comience, pues, a prepa- rarse, porque el dolor será grande y no le quedará otra herencia en la tierra que las lágrimas.» «Me retiré temblando—dice la misma señora—y fué tal la impresión que tales palabras produjeron, que no pude menos de confiar a algunas personas de mi intimidad la causa de mi emoción. Al poco tiempo me arreba: taba el Señor mi único hijo, esperanza de mi vejez, que, a la edad de 20 años, marchó al cielo con todas las señales de un predestinado. De este modo me unía el Señor a su cruz, como me lo había anunciado el P, María-Antonio.» Pero por grandes y misteriosos que parezcan estos sucesos, cuando se trataba de la salvación de las almas era cuando el auxilio del cielo se ponía de un modo mucho más especial a servicio del gran Misio- nero. Testigo el siguiente hecho que oímos contar al mismo Padre: «La obediencia había hablado. Era sábado y debía partir aquella misma tarde, a las dos, para empezar una misión la mañana siguiente, domingo, en una Parroquia cercana a Saint-Bertrand-des-Cominges. Iba ya a salir para la estación, cuando me llaman al locutorio dos Religiosas y me dicen llorando: «Aquí

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