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301 guas y fuertes del pais, se había propuesto celebrar la visita del Obispo con un banquete, dispuesto según las leyes de la más escrupulosa etiqueta. Eso si, ante todo la etiqueta. Que cuando entre el señor Obispo lo yea todo a punto. De lo contrario ¿qué hubiera sido de su noble apellido? Con esmero y complacencia suma había trazado pues su programa, cuyas líneas gene- rales eran estas: Al mediodía, un almuerzo de fiam- bres, y a la noche, gran comida de abundantes platos. Pero el punto culminante y difícil de la cuestión estaba en que el almuerzo frío, como él lo habia pen- sado, exigía un plato fuerte, de resistencia, que fuese algo así como el centro de atracción en derredor del cual gravitasen todos los demás accesorios. Y ¿quién elegía un plato de tal trascendencia? De él dependía el buen nombre de la casa y en él se había de ver la oportunidad y el buen gusto del Arcipreste. Muchos fueron los conciliábulos y conferencias que el buen sacerdote celebró en secreto con su sobrina, que era el ama de casa, hasta que por fin, tras mucho discutir y madurar la solución, se determinó traer de Péri- gueux una soberbia pava trufada. Llegó por fin entre deseos y congojas la pava tan suspirada. Desde la noche anterior, robando algunas horas al sueño, la sobrina y el Cura habían prepa rado la mesa, en el centro de la cual se veía la pava, sobre rica bandeja de plata, como sobre un trono, y en derredor, haciéndole corte, una infinidad de aperitivos y digestivos, mantequillas, rábanos, rodajas de sal- chichón, licores, dulces y postres de todas clases y gustos. Cuando todo estuvo dispuesto, dieron un vistazo

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