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— 300 — Dios, cayeron de rodillas y se confesaron, levantán- dose purificados por la bendición del santo Misionero, «—No nos separemos así, les dijo entoces. Mañana después de la Misa vendréis a desayunar conmigo. Y ahora, otra cosa. ¿No sabéis algún canto de Iglesia, para pagar tanto beneficio como os hace el Señor?— Sí, señor—responde uno de ellos que hacía de cantor; —sé dos motetes.—Muy bien, cantarás uno en la Misa, después de la Elevación, y el otro, en la función de la tarde. Y tú—dice dirigiéndose al segundo artista— irás en la procesión detrás del Santo Cristo tocando el tambor. Y así se hizo, Al día siguiente, después de la fun- ción, volviólos a conducir a casa del Cura, donde les sirvió de nuevo la mesa, y abrazándoles tiernamente, los exhortó a la perseverancia en el bien, prometién- doles en cambio el reino celestial. ¡Qué sencillez y qué humildad tan grande la de esta escena! ¿no parece, por ventura, sacada de la vida del Pobrecillo de Asís, uno de los muchos episodios sen- cillos pero sublimes que encierran las Florecillas? ¡Cuántas veces se habrán acordado aquellos pobres vagabundos de la Pascua y del concierto de Salviac! Verdaderamente cómica fué la escena a que dió lugar la gran caridad del P. María-Antonio en casa de otro sacerdote. Sucedió el hecho que vamos a narrar en Astaffort. Predicaba nuestro santo Capuchino en este pueblo una Misión, y el señor Obispo había determinado asistir el último día, para hacer de paso su visita pas: toral. El venerable Arcipreste que regentaba la Parroquia, descendiente de una de las casas más anti-
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