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A le dejaban libre, en recorrer las calles de la ciudad buscando a los pobres. Los reunía en la Capilla del Convento, les hacía rezar a todos, y después proce» día a la distribución del pan que La obra de S. Anto. nio ponía a su disposición. Llegaba a veces, entre- tanto. la hora de la plática; las Religiosas, prontas siempre a la señal de la campana, acudían presurosas al coro; pero el Predicador se hallaba demasiado ocupado con los pobres, y las vírgenes del claustro no tenían más remedio que contentarse con las migui- llas que caían de la mesa de la caridad y hacían solas su meditación. En las Clarisas de Millau, le ofrecieron otro día un buen desayuno, después de la Misa, cuando he aquí que se acerca un pobre. Al primer ruido que hizo en la puerta le conoció el Padre y corrió hacia él lleván- dole cuanto había sobre la mesa. Después, según testimonio de la Hermana Portera, que estaba escu: chando sin que el P. María-Antonio lo notase, empezó a hablar con él, como con un hermano; le preguntó cómo se llamaba y siguió hablándole familiarmente durante toda la conversación y llamándole con aquel nombre que el pobre anciano, solo y abandonado por el mundo, no había oído, hacía muchos años tal vez, resonar tan dulcemente en sus oídos. «Vamos, Pedro, toma ésto; cómelo y no te olvides de rezar todos los días alguna cosa al Señor. ¿Verdad, Pedro, que me lo prometes?» De la misma libertad usaba el caritativo Misionero en las casas de los Párrocos donde se hospedaba a causa de la predicación. En Salviac, al volver el Sábado Santo de visitar a los enfermos, se encontró en

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