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a reglamento, tenía, sin embargo, el defecto de ser algo falto de decisión, sobre todo cuando empezaba a enre- darse con los escrúpulos. Sucedía con frecuencia, que en el momento crítico en que debía salir de la sacris- tía para celebrar la santa Misa, se acercaba discreta- mente alguna anciana rezagada, pidiéndole la confe- sara.—«Pero usted va a ser causa de que se retarde la misa, —le respondía el buen sacerdote, empezando ya a dudar.—Pierda usted cuidado, en seguida acaba- remos—replicaba la anciana.» No obstante, en su inde- cisión, no osaba el buen cura zanjar la cuestión prác- tica, y volviéndose hacia su monaguillo, que de pie, con las vinageras en la mano, esperaba la señal para salir de la sacristía;—dime niño, ¿qué te parece que haga? angustias de su párroco, respondía sin demora, le- le decía; y el pequeño, habituado ya a estas yendo con la penetrante mirada de sus ojillos los deseos del anciano.—Vaya usted a confesarla. Y el Sr, Noyer fingiendo una contrariedad que estaba muy lejos de sentir, quitábase la casulla, atravesaba la Iglesia con el alba puesta, confesaba a su penitente, que de ordinario le detenía algo más de lo que había prometido, y después volvía a la sacristía para decir su misa. Ya por este tiempo la vocación de León no era un secreto para nadie. Él mismo oía sin cesar una voz interior que le decía: «tú serás sacerdote; tú celebra- rás también la santa Misa y predicarás al pueblo.» Como en Lavaur no había por aquel entonces Semi.- nario, lleváronle, a la edad de once años, a Tolosa, encargándose su tío Fr. Florido, Superior del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, de presen-

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