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j — 290) el santo Misionero y besándole los pies, después de haberse confesado con él. Mas no se vaya a creer por esto que el P. María. Antonio administrase y repartiese por sí mismo este dinero. No. Fiel observador de su Regla, hasta en lo que podía serle lícito, había asociado a sus obras de caridad a ciertas almas piadosas que, siguiendo el ejemplo de S, Francisco de Regis, se habían hecho tesoreras de los pobres. La última de ellas, toda corazón para los deshere- dados de la fortuna, fué la señora de Sudre. La casa de tan buena señora se había constituído en algo así como sucursal del Convento. Allí se dirigían, con papel en mano, todos los pobres del P. María-Antonio, a buscar quién un bono de pan, quién dinero, éste una limosna en especies, aquél una herramienta de tra: bajo. Aquello era una procesión continua. Gracias que la Divina Providencia había cuidado de colocar cerca de la piadosa señora a la criada Rosalía, tan incansa- ble y generosa como ella, quien, para servir a su dueña, cumplir los encargos del Convento y de todas las Ordenes Terceras de la región, necesitaba trabajar como siete criadas juntas, y aun le parecía poco. Su gran amor a los pobres y la veneración que sentía hacia el santo de Tolosa, daba alas a su cuerpo y le hacía dulces las caminatas, las innumerables ocupa: ciones, los mil cuidados y fatigas que eran inherentes a la delicada misión que desempeñaba. Así como los días de Fr. Rufino, lleno de años y de achaques, parecían prolongarse a voluntad de su inseparable compañero el P. María-Antonio, del mismo modo podía verse en la conservación de la salud

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