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e de nuevo entre las manos de todos, «—Pero, fray Rufino, ¿qué ha hecho usted de mis platos? Ah, señora, se han acabado; todos han desaparecido. No es la primera vez que les daba platos; pero apenas los tienen en la mano, se los guardan y na los yuelven.> De este modo cooperaba Fr. Rufino a la obra del P. María-Antonio, El era su confidente, su secre tario, su representante cerca de los pobres, y la divina Providencia, que les había hecho el uno para el otro, permitió que fueran compañeros hasta en los últimos infortunios. Todos los pobres, todos los amigos, todos cuantos al P. María-Antonio conocían, conocían tam bién a Fr. Rufino. Y sin embargo, bien pocos sos pechaban que aquel religioso, tan santo y fervoroso, tan dulce y pacífico, había sido de ideas bien avanza- das en su juventud, había luchado contra los Guardias nacionales, en las barricadas de París, formando cuer- po con los sublevados. Convertido en Ntra. Sra. de las Victorias, entró en el Noviciado de los Capuchinos de Marsella, y allí fué donde, pocos días después de su profesión, conoció por vez primera al santo Misionero. Volviéronse a encontrar en Carcasona, y de este Con- vento se dirigieron los dos a Tolosa, para no separarse jamás. No obstante, el humilde Portero no era sino un instrumento del P. María-Antonio; desaparecía ante él, como el más despreciado de los pobres. Tal era la admiración y arrobamiento que le causaban las vir- tudes de aquel hombre extraordinario. Pero los pobres no se contentaban con un poco de pan, aun cuando fuera acompañado de la sopa más substanciosa y de las más apetitosas legumbres.
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