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BS pa buscaba la policía, y en su simplicidad no pudo nunca comprender el porqué del sustento que los Capuchi- nos daban a tales gentes, que, según él decía, el mejor día eran capaces de pegar fuego al Convento o de hacerle volar con dinamita. Así es que, cuando tenía la fortuna de encontrarse solo ante tan extraño auditorio, les cantaba claro las verdades más duras y esto con un lujo extraordinario de interjecciones y epí- tetos escogidos, adaptados a los oyentes. Gracias a que Fr. Rufino llegaba casi siempre en lo más fogoso de la homilia y empezaba su caritativo oficio, reci- tando entretanto la salutación angélica. Hacia el final de la escena, aparecía por fin el P. María-Antonio. Les explicaba a su vez el Catecis- mo; pero, ¡con qué unción! ¡con qué espíritu y oportu- nidad! Les hablaba en francés, en el dialecto propio de cada una de las regiones a que pertenecían, y unas veces haciéndoles reir con alguna anécdota curiosa y dirigiéndoles otras algunas palabras amistosas, en las cuales envolvía, con táctica especial, las verdades más fundamentales de la Religión, procuraba llegar hasta su corazón. ¡Cosa extraña! El auditorio, fascinado, se entregaba sin resistencia, y aquellos hombres descrel- dos y abandonados se conmovían escuchándole. ¿Quién sabe si, en la última hora, no habrá debido alguno de ellos la salvación de su alma al recuerdo del cari- tativo bienhechor, a la profunda impresión que hacían sus palabras? De todos modos, nuestro apóstol, viendo en aquellas pobres gentes un terreno que nadie se tomaba la molestia de cultivar, arrojaba en él la simiente, dejando en las manos de Dios el que fruc- tificase.

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