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— 280 — El locutorio del Convento habíase convertido en una sucursal de colocaciones y oficios, en un lugar donde se daban cita todos los desamparados y pobres de la ciudad. Apenas llegaba el P. María-Antonio, de vuelta de sus correrías apostólicas, aun cuando no debiera permanecer en el Convento más que algunas horas, se llenaba el locutorio de toda clase de gentes. Y ¡cuántas veces, al pasar un Capuchino por las calles de la ciudad, tenía que oir preguntas como éstas]: «¿Está el P. María-Antonio en el Convento? ¿Cuándo volverá? ¿A qué hora podremos hallarle?» La celda del Hermano Portero era la oficina de información; allí se hallaba escrito con greda, en la pizarra, el itinerario que seguía el misionero, y, de este modo, el buen Fr. Rufino, a Ja pregunta que le dirigían cien veces cada día, «¿cuándo volverá?», podía responder con exactitud el día y la hora en que estaría de vuelta. Mucho antes de llegar el tren a la estación, empezaba la procesión hacia el Convento. Al pie de la escalera que conduce a la portería, llegaban no sólo los pobres; coches lujosos y rápidos automóviles detenían también su marcha ante las puertas del humilde edificio. Eran señoras encopeta- das que venían a consultar al Misionero y pedirle ora- ciones, porque las lágrimas, los dolores y los desen» gaños del mundo, no son patrimonio exclusivo de los desheredados de la fortuna. ¿Cómo era posible que el pobre Capuchino, que, después de arduos trabajos apostólicos y viajes lar- guísimos, llegaba al Convento rendido de cansancio, cómo era posible, decimos, pudiera recibir tantas visi- tas, escuchar tantas quejas y lamentos, ocuparse de
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