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a, haber sido ahogada por la esterilidad y las espinas de un corazón abandonado en sus deberes. Con Alfonso Karr, Emilio Zola y algunos otros, no le bastaron las cartas: al primero le hizo algunas visitas, de las que esperaba mucho el santo Religioso, y al segundo le hizo oir verdades bien austeras y amargas. € Encorvado bajo el peso de los años y siempre tras las almas, llegó a Mende, para predicar la última Cuaresma de su vida. Digno era en verdad aquel pue- blo, que ha sabido conservar la fe y el entusiasmo religioso en toda su integridad, digno era, decimos, de escuchar los penetrantes y melancólicos acentos del último canto del cisne franciscano, el último sus- piro de un santo. «Pero, Padre—le decían, —¿no va usted a descansar nunca? —¡Qué contento se pondría el diablo—respondía—si viera descansando al P. María- Antonio!» En efecto, jamás descansó el valeroso atleta y sol- dado de Cristo. Aun en los últimos años de su vida, combatía con todo el ardor de la juventud. Con mucha razón ha dicho. de él su ilustre admirador el Canó- nigo Valentín: «Ha vivido dos y tres vidas, ha hecho él solo el trabajo de dos y tres obreros apostólicos, y ni un minuto tan sólo, durante sesenta años, se vió interrumpida aquella su vida de Apóstol, aquel bata: llar continuo contra el infierno, aquel correr incansa- ble tras los pecadores».
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