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yr mé esos señores una inmortalidad bien poca envidiable Mas si era un azote inflexible para los enemigos sistemáticos de Dios, ¡qué dulce, qué afectuoso y tierno se mostraba hacia otras personas, que ya por REE | sus actos, ya por la generosidad de su corazón, le i ¡EEN hacían concebir alguna esperanza de arrepentimiento! AU Cartas de verdadero apóstol, hermosas y conmovedo- ; ras hasta lo indecible, son las que dirigió a Rochefort, valiéndose, como pretexto, de la edad avanzada que ambos tenian, para tenderle una mano de amigo; a Doumer, que se le hizo muy simpático por el odio irreconciliable que abrigaba hacia los Francmasones; 10 aun académico protestante, y a otra multitud de per- sonas secundarias, cuya conversión le habían recomen- SA ai dado o que él mismo buscaba, para atraerlos a la | práctica de la Religión. ti Algunas veces alcanzaba su intento. La correspon- ¿ dencia epistolar había iniciado la obra; un encuentro, ql A al parecer casual, una conversación íntima, llena de AN AU unción, la terminaba; y el varón de Dios podía contar 10 una victoria más en su larga vida de misionero. Otras SA ¡ veces ¡jay! sus trabajos eran inútiles, sus cartas no recibían contestación. Mas no por eso desistía ni se Ñ acobardaba; volvía de nuevo a la carga, insistía con mayor fervor, y hubo algunos que, no pudiendo olvidar ink al buen amigo que les ofreció la luz y la paz con tanto desinterés, llamáronle apresuradamente a la hora de la muerte, después de muchos años, y hasta MN por telegramas urgentísimos, para que estuviera a su cabecera en aquellos críticos momentos; y el buen Capuchino corría desalado a recoger el fruto de una semilla que, largo tiempo atrás sembrada, parecía

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