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o dl causas al parecer muy pequeñas. Tenía confianza en la gracia de Dios y dejaba que su celo, como el de San Pablo, se derramase opportune et importune, aña. diendo a sus exhortaciones amenazas que hoy pare- cen profecías, como cuando dijo expresamente a Car. not, futura víctima del puñal de Caserio: «Mr. Carnot, o Cristo o la anarquía», y cuando predijo ala esposa de Mr. Félix Faure que su marido sería castigado como lo había sido ya Carnot, o como cuando, a los comien- zos de la guerra ruso-japonesa, escribió a cierto Pope célebre estas palabras terminantes: «Decid a vuestro señor que, si no trabaja porque desaparezca el cisma, será vencido en Oriente a pesar de todas sus fuerzas,» En otras de sus cartas, el celoso Misionero persigue como fin principal, sin que por ello pueda decirse que olvida su ministerio, no tanto la conversión de sus corresponsales cuanto el triunfo de la verdad y el descrédito de la secta en que militan. Son incidentes de su vida de combate, escaramuzas aisladas en su continuo luchar y en las cuales, al lado de su rica ima- ginación y natural impetuosidad, se descubre el bri: llante talento del polemista, desmenuzando sin com: pasión al enemigo bajo los repetidos golpes de su lógica de hierro, que pasa, insensiblemente, de la ironía más penetrante a los chispazos de una cólera santa, de una imaginación sublime, llena de caridad. Si la larga serie de desaciertos que llenan la vida pública de los Faures, los Poincarés, los Combes, no fueran más que suficientes para atraer hacia ellos la maldición de las generaciones futuras, los escritos y palabras irrebatibles que les fueron dirigidos por el Padre María-Antonio bastarían para asegurar a

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