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dades de Francia, no se ha dignado visitar al Señor ni una vez siquiera? ¿No ha tenido la impiedad de entrar y salir de los pueblos como un ateo, sin pro- nunciar ni una vez tan sólo el nombre de Dios, tres veces santo, y sin haber puesto los pies en ninguna de sus iglesias? »De vuelta de esta procesión expiatoria, es nece- sario que los señores l diputados y Senadores se reúnan en el Congreso para revisar la Constitución y escribir en la primera de sus páginas estas palabras: La Fran- cía penitente pide perdón a Dios y a los hombres, de los escándalos que en sus leyes y su conducta ha dado a la nación y al mundo todo. Cuando los seño- res Ministros, Diputados y Senadores, con el señor Carnot a la cabeza, hayan hecho todo esto, cuando hayan legislado y deliberado de este modo, entonces podremos decir: Francia se ha salvado.» ¡Francia! ¡con qué intensidad la amaba! ¡con qué inflamados y tiernos acentos le suplicaba volviese a su antigua prerrogativa de Hija predilecta de la Ielesia. Por esto escribía a cuantos en la actualidad o en lo porvenir podían influir y cooperar a esta obra de regeneración nacional, y así hemos encontrado entre sus papeles copias de cartas dirigidas a los diversos Presidentes de la República, al Duque de Orleans, cuando se hallaba en la prisión, y también al cardenal Lavigerie, al siguiente día de pronunciar aquél su célebre brindis, que tantas hablillas y comen- tarios produjo entre católicos y no católicos. La educación que había recibido, como la inmensa mayoría de los católicos de entonces, el P. María: Antonio, no le tenía preparado para aceptar de repente

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