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265 que Dios le había concedido, lo cual le facilitaba el trabajo, mucho más que a los demás confesores, Había entre éstos algunos que, imbuídos, tal vez, de cierto jansenismo, o tal vez escrupulosos en demasía, se escandalizaban de la rapidez con que confesaba a los hombres, llegando hasta a denunciarle a Monseñor Desprez, Arzobispo de Tolosa, el cual se vió obligado a abrir una información personal sobre la denuncia, ayudado de su confesor el P. Desjardins, Jesuíta. Huelga advertir que el resultado fué tal, según testi monio de este religioso, eminente por su virtud y por su ciencia, que cuando en lo sucesivo iban al prelado con quejas parecidas, atajaba a los acusadores dicién doles: «Conozco muy bien al santo P. María-Antonio; que Dios nos depare muchos confesores como él,» Ya vimos en otro lugar cómo el fervoroso misio nero no perdonaba esfuerzos, ni fatigas, cuando se trataba de salvar a alguna oveja descarriada. Bastaba que hubiera una tan sólo en el lugar donde predicaba, para que inmediatamente desplegase todos los recur- sos que su caridad le sugería, con el fin de ganarla, sin hacer caso de las burlas y amenazas de que muchas veces era objeto. Las dificultades no hacían sino infla mar más y más su apostólico celo. Hallándose cierto día en Narbona, con motivo de predicar algunos sermones, viósele penetrar en una casucha de aspecto miserable. No llevaba otro fin que el de convertir a un sujeto apodado «Marquemal», a causa de reflejarse en su torvo y repugnante rostro toda la negrura de su alma. Tan grande era su impie dad, que, según contaban las gentes, había dejado morir a su mujer sin recibir los sacramentos, amena-

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