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pe vicios, ante los cuales los mismos Párrocos se encon- traban desarmados, sin fuerzas, de modo que podía abordar las materias más delicadas, sin que las expre- siones enérgicas desdijesen Jo más mínimo cuando salían de sus labios. No obstante, algunos sacerdotes temblaban ante aquella libertad apostólica, que podía tener desastrosos resultados si llegaba a herir la sus- ceptibilidad de ciertas gentes. Útros, se alarmaban ya desde el principio de la Misión, pues en vez de un sermón serio e imponente, como esperaban, oían una especie de conversación sencilla, familiar, casi desali- ñada, y no cesaban de decir: «Esto no va a resultar, No es éste el estilo que conviene a mi pueblo. La Misión va a ser un fracaso.» El pueblo, por el contrario, admiraba aquellas pala- bras sencillas, puestas al alcance de su inteligencia y exclamaba, como exclamó en otra ocasión un monta- ñés: «Si el Señor bajara a la tierra, hablaría como el P. María-Antonio.» Por otra parte, la experiencia había enseñado al Misionero, que los sermones no hacen más que empezar la victoria; ésta se completa cuando el hombre, vencido por los reiterados golpes de la gracia, cae de rodillas a los pies del confesor. Por eso, mientras se hallaba predicando en los pue- blos, pasaba la mayor parte del día en el confesonario, olvidándose aun de comer y de dormir, y concediendo a las almas todo el tiempo que necesitaban para acla- rar sus dudas, vencer sus repugnancias y darles una dirección clara y segura. No obstante, sus confesiones eran, generalmente, breves y ligeras, a causa del profundo conocimiento que tenía de las almas y de una intuición particular
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