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258 — hacia el hotel donde me hospedaba, cuando noté a] pie de la Virgen de la explanada, algo así como un paquete informe que iba poco a poco tomando cuerpo, a medida que me acercaba, hasta que pude distinguir en él un hábito de Capuchino. Me aproximé todavía más, y cuál no sería mi sorpresa y mi admiración al reconocer al Padre María-Antonio, todo encogido y doblado por el frío, arrodillado sobre un suelo cubier. to de nieve.—«¿Qué hace usted ahí, de rodillas sobre la nieve, con este tiempo tan frío?»—le dije.—«Estoy desayunándome—contestó—pues tengo que salir inme- diatamente para Valence, donde me esperan.» En efecto: cerca de él vi una lata con agua y algunos pedazos de pan. Quise llevarle al hotel para que tomase una taza de café caliente; pero su resistencia fué invencible y con aquel mal desayuno, con un poco de agua fría en el estómago y unos pedazos de pan negro, duro y avinagrado, partió el santo varón para Valence.» Tenía también en Lourdes, que era como su se- gunda residencia, una celda, pero celda de pobre, más aún que la de Tolosa. Era una especie de escondrijo obscuro, situado sobre la sacristía del Rosario, donde había encontrado por casualidad una tabla, sobre la que solía acostarse durante la noche. Allí podían verse los preparativos de su comida. Una vasija de hoja de lata llena de agua de la gruta, un zurrón que contenía algunas cortezas de pan duro y una lata vieja de conservas, en la que ponía a remojar el pan. Su aspecto demacrado traducía, sin él quererlo, lo penitente de su vida, y todos le miraban como un santo, pero un santo alegre y atractivo en medio de
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