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Más de un combate se había trabado en las cerca- nías del castillo feudal, que oprimía entre sus brazos de granito a toda la ciudad, antes de construirse la imponente catedral de San Alano. Allí castigó con mano dura Simón de Monfort a los Albigenses, cuyas huellas tantos años costó borrar. No olvide el lector que nos encontramos hablando con él en pleno Medio- día de Francia, y que por estas campiñas en las que tan pródiga en verdor y poesía se mostró la natura- leza, circula vigorosa toda la vida meridional, con su savia, sus entusiasmos, sus expansiones y su genio batallador. Se ha dicho, y no sin razón, que el clima hace al hombre, y el P. María-Antonio es una prueba de ello, pues en esa atmósfera bebió, al parecer, la gracia de su poesía, los vuelos de su imaginación y la dulce bondad de su alma, al mismo tiempo que aquella su energía de hierro, que le hizo durante cincuenta años uno de los más intrépidos campeones de nuestras luchas religiosas. La familia Clergue ocupaba en la ciudad una posi- ción modesta, pero desahogada. Rica en otro tiempo, había tenido que sufrir, como tantas otras, los efectos de la Revolución. El padre era notario y llegó a ejer- cer durante algún tiempo el oficio de secretario del tribunal. La madre, vástago ilustre de la antigua fami- lia de los Amilhau, era hermana del M. R. Fray Flo- rido, que desempeñó en Roma el cargo de Procurador General de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Todo lo que D. Federico Clergue tenía de dulce y bondadoso, tenía D.” Rosa Amilhau de fuerte y enér- gica. El siguiente hecho, cuyo recuerdo permanece
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