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frio, ni de la humedad, predica su sermón, hace can- tar y rezar por largo rato al pueblo y después se encie- rra en el confesonario hasta bien entrada la noche. Las pobres mujeres, que lo habían notado, temblaban de compasión al verle; pero él, acostumbrado a sufrir, no se daba cuenta de nada. En los últimos añós de su vida, después de unos Ejercicios predicados a los hombres, se estuvo confe- sando hasta la media noche; predicó cinco o seis veces la mañana siguiente y, después de una comida, más que frugal, partió la misma tarde para Valence; donde le esperaban otros trabajos apostólicos. El tiempo era frío, la nieve caía en abundancia y tenía que ir metido en el coche hasta el día siguiente. Le ofrecieron un calorifero.—«De ningún modo—respon- dió el fervoroso(Capuchino—ya se enc: argarán los ángeles de soplar a mis pies para calentarlos.» A las once de la mañana llegaba a Nimes y se dirigía al altar para celebrar la Santa Misa. ¡Qué cruz la de sus prolongadas vigilias y la de su continuo trasnochar, para poder dedicarse con más libert: 1d durante el día al trab: ao del Ministerio! «A cualquie r hora de la noche que fuera a su celda para acompañarle a la estación o a auxiliar a un enfe rmo— dice un criado del Conve -nto—jamás tuve necesidad de despertarle. Sie -mpre le encontraba leyendo o escri.- biendo a la luz de una mise rable bujía, pues nunca quiso usar lámpara alguna.» Tan arraigada estaba en él esta virtud del trab: 1jo, que en todas partes se le encontraba ocupado; en las estacione s, en las salas de espera, en el y agón en que iba; y aun se le vió coger en cierta ocasión un trocito de vela para escri- 0 Í hi pl 4144 EN 11418 METAN OI ' 1147 18 AA TES ME $ ' p ' Ñ Mi 14 Y 0 b pi p q $ vi PRA Ad VS AA Mira y j

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